Foto: Ditchling en la década de 1920

jueves, 18 de noviembre de 2010

Hacia una Economía centrada en la familia

Allan C. Carlson*

(New Oxford Review, diciembre de 1997, vol. LXIV, nº 10)

Comencemos con lo que algunos aún llaman la paradoja de una era de abundancia y riqueza que es también una era de degradación moral y declinación familiar.

El industrialismo del siglo XX produjo una abundancia creciente de bienes materiales, ingresos promedios cada vez más altos y mayores expectativas de vida. Sin embargo, el vigésimo siglo cristiano ha sido también testigo de un nivel sin precedentes de rupturas familiares.

Defino a la familia natural como la dada entre un hombre y una mujer comprometidos en una alianza socialmente aprobada llamada matrimonio, con los propósitos de propagación de la especie, comunión sexual, amor y protección mutua, la construcción de una pequeña economía hogareña y la preservación de las costumbres de generación en generación.

Mientras culminamos el segundo milenio cristiano, esta familia natural está desapareciendo en la mayor parte del mundo occidental como una presencia culturalmente significativa. Tasas decrecientes de matrimonios primerizos, extensión de divorcios, bajos niveles de nacimientos dentro del matrimonio, ilegitimidad creciente, promiscuidad rampante, cohabitación y aborto, y la sexualización de la cultura popular: estos desarrollos se han dado especialmente pronunciados en las mismas naciones donde el triunfo de la industria ha sido más completa.

Surgen preguntas críticas: ¿Están ambos desarrollos relacionados? ¿El crecimiento de la industria causa la ruptura familiar? Y si así es, ¿es posible encontrar una forma tanto de abundancia material como de virtud familiar? ¿Podemos generar una economía virtuosa?

Con respecto a la primera pregunta, la obvia pero aun así más olvidada, la respuesta es “sí”: La producción industrial moderna tiende, por su misma naturaleza, a minar los fundamentos materiales y psicológicos de la familia. Para entender por qué, necesitamos volvernos sobre la misma esencia de la industria moderna y de lo que ella ha reemplazado.

La economía pre-industrial —el entorno para la mayor parte del tiempo de la humanidad sobre la tierra— estaba centrada en el hogar, donde cada familia era mayormente autosuficiente, en la producción y preservación de la comida básica, en el refugio, en la ropa y en la educación principalmente moral y práctica. Esta autosuficiencia trae a la familia una cierta forma de independencia económica. Los maridos, las mujeres, los hijos y otros miembros del hogar se especializan en algún grado en las tareas, una natural división del trabajo que genera ganancias materiales. El hogar familiar natural sirve como unidad de producción tanto como de consumo, unidad construida sobre el altruismo y el amor, donde el principio del compartir desinteresado realmente funciona. Usando el lenguaje corrupto de fines del siglo XX, el hogar familiar no es una entidad “capitalista”; es más cercano al ideal socialista de un compartir desinteresado, donde el egoísmo y el individualismo están balanceados con las necesidades y requerimientos de la familia y la comunidad próxima, y este hogar se conserva mejor en un medio no industrial.

Esto explica porqué la familia natural encuentra su escenario favorable en la granja de subsistencia, entre los campesinos libres o minifundistas. El pequeño taller artesanal, también organizado alrededor del hogar familiar, sirvió (y sirve) como la contraparte pueblerina (o urbana) de este minifundio rural.

En su esencia, el proceso de industrialización significó romper estos hogares productivos de pequeña escala y distribuir sus partes humanas en fábricas: en fábricas materiales como molinos, enlatados, plantas automotrices y oficinas, y en fábricas sociales y educativas como escuelas estatales masivas para niños y geriátricos para ancianos. A través de la producción industrial de bienes físicos, la riqueza crece (es cierto) con ganancias extras que provienen de esta exagerada división del trabajo. Pero estas ganancias materiales exigen, a la vez, una pérdida de solidaridad e independencia de la familia.

Por eso es que es justo decir que tanto las modernas corporaciones industriales como los modernos Estados tienen un cierto interés en la desintegración familiar.

Visto en términos de eficiencia, la unidad familiar independiente representa una carga sobre el Producto Nacional Bruto. Los vínculos familiares interfieren con la distribución eficiente del trabajo humano y la producción casera limita la visibilidad en una economía de base monetaria. En verdad, lo que llamamos “crecimiento económico” se apoya, en una parte significativa, sobre la constante transferencia de funciones productivas del hogar, donde tales trabajos no son traducidos en dinero y por lo tanto no son contabilizados, hacia entidades industriales organizadas, tanto corporativas como estatales. A mediados del siglo XIX, estas funciones transferidas incluían la hilandería, la teneduría, la zapatería y la educación. Para comienzos del siglo XX, incluyeron además la producción y conservación de alimentos, el transporte y el cuidado de niños. En nuestro tiempo, estas transferencias de la familia a la industria incluyen además la preparación de comida, el paseo de niños y el cuidado de los ancianos.

De hecho, mucho de lo que medimos como crecimiento económico desde los ’60 ha sido simplemente la transferencia de las tareas caseras remanentes que comienzan a ser contabilizadas en términos monetarios —cocina casera, cuidado de niños, cuidado de ancianos— al pasar a entidades externas como Burger King, guarderías privadas o geriátricos estatales. La pequeña economía productiva hogareña queda así despojada de sus tareas económicas.

El trato de la mujer bajo el régimen industrial ofrece un verdadero caso de estudio. En el mercado de trabajo no regulado de comienzos del capitalismo industrial, lo mismo que en el programa formal del socialismo industrial, la mujer —particularmente la mujer joven— era especialmente deseada como trabajadora, por sus pequeños dedos, por su comportamiento obediente y, fundamentalmente, por sus efectos económicos colaterales: sumándola al mercado laboral el nivel general de salarios permanece bajo. En la Europa y los Estados Unidos del siglo XIX, las nuevas fábricas contrataban esposas, madres e hijas para mantener a raya a los artesanos especializados: los maridos y padres de estas mismas mujeres. Sólo con la larga y dificultosa organización del trabajo, enfocada en esos años a un grado sorprendente de restauración familiar, se reconstruyeron los límites de la decencia alrededor del hogar y se limitó la intrusión industrial en el hogar. Bajo los sistemas de “salario vital” o “salario familiar” del trabajo organizado a fines del siglo XIX y comienzos del XX, la fábrica solo podía requerir que un único miembro de la familia —normalmente el padre— fuese el que cobrara un salario suficiente para mantener su familia en la decencia. La mujer pudo, entonces, regresar al hogar para llevar, alzar, proteger y educar a su descendencia. Los niños también se vieron protegidos del ingreso prematuro al medioambiente industrial.

Incluso algunos industrialistas llegaron a percibir la sabiduría moral de este “salario familiar” y la virtud de preservar algún nivel de autonomía familiar dentro del sistema fabril. En los EE.UU., Henry Ford deslumbró a los observadores en 1914 al duplicar inmediatamente los salarios de los trabajadores casados, arguyendo que el trabajador “no es tan solo un individuo... Es miembro de un hogar... El hombre realiza su trabajo en la empresa, pero su mujer hace el trabajo en la casa. Por lo tanto, la empresa debe pagarle a ambos”. La alternativa, enfatizaba Ford, era “el horrendo espectáculo de niños pequeños y sus madres viéndose forzados a salir a trabajar”. En Francia, mientras tanto, sacerdotes católicos organizaron a los industrialistas de sus parroquias en círculos de estudio sobre la enseñanza social de la Iglesia. Estos patrones llegaron a diseñar un vasto y voluntario sistema de protección familiar que suplementaba los salarios pagados a las cabezas de familia con adicionales según el número de hijos. Para mediados de los ’20, este sistema voluntario también proveyó niñeras, enfermeras y adicionales por nacimiento y maternidad a las familias involucradas.

Sin embargo, la respuesta más común, y (admitámoslo) más lógica desde el punto de vista económico, fue una constante campaña para despedazar la familia en sus partes constitutivas. Desde su fundación a mediados del siglo XIX, la Asociación Nacional de Fabricantes (National Association of Manufacturers) de los Estados Unidos consistentemente batalló para desmantelar el sistema de “salario familiar” y lograr acceso de nuevo al mercado laboral para las mujeres casadas y los niños. Secretamente, según los rumores de la época, la organización de los empleadotes fundó en los ’20 el Partido Nacional de las Mujeres (National Women’s Party), el grupo feminista radical que fue autor de la propuesta de la Enmienda sobre Igualdad de Derechos en la Constitución de los Estados Unidos. La Asociación Nacional de Fabricantes, del brazo con las feministas, abiertamente luchó por poner fin a las protecciones legales especiales que existían para las mujeres y los niños. En los ’60, las mismas fuerzas festejaron juntas cuando el Título VII de la Ley de Derechos Civiles de 1964 fue transformado desde una herramienta de justicia económica racial en un espolón de guerra contra el sistema de “salario familiar” estadounidense. La mayoría de las corporaciones se apresuraron a salir al vasto mercado laboral de mujeres, bajando el salario industrial promedio una vez más. Para 1990, las mujeres jóvenes se habían convertido en el grupo más “proletarizado” o asalariado en los Estados Unidos; más miembros de la familia trabajaban largas horas; y las tasas de matrimonios y nacimientos maritales se precipitaron al fondo.

El crecimiento de la educación estatal masiva ofrece otro caso de estudio de los efectos del industrialismo sobre la familia. Las investigaciones actuales sobre fertilidad demuestran que los padres reducen el tamaño familiar desde un promedio natural de siete hijos por hogar sólo cuando existe una disrupción en las relaciones económicas dentro de la familia. El demógrafo John Caldwell argumenta que, de hecho, es la educación masiva de los jóvenes la que conduce al cambio en las preferencias desde una familia grande a una pequeña, y así se promueve el deterioro de la familia como institución.

La tesis de Caldwell —que la industrialización de la educación por parte del Estado causa el declive familiar— soluciona el misterio que tanto ha intrigado a los historiadores estadounidenses: ¿Cómo explicar la constante caída en la fertilidad en los EE.UU. entre 1850 y 1900? A través de todo este periodo los EE.UU. eran un país predominantemente rural, y absorbía las masas de jóvenes inmigrantes, y los inmigrantes y granjeros suelen tener muchos hijos. Pero los datos desde 1871 hasta 1900 demuestran una muy marcada relación negativa entre la fertilidad femenina y la expansión de la escuela pública. La caída en la tasa de nacimientos está correlacionada con particular fuerza al tiempo promedio con que los niños existentes acuden a la escuela estatal en un año dado: Cada mes adicional en el ciclo lectivo de una escuela pública reduce el tamaño de la familia en ese distrito en un 0,23 por hijo. Vemos así cómo sacar la educación de los niños del escenario familiar y organizar escuelas según el modelo industrial, casi literalmente “consume” a los hijos y debilitaba la familia.

Antes de la educación estatal masiva, los padres realizaban toda una variedad de arreglos para la educación de sus hijos, incluyendo la educación en el hogar. Uno podría pensar que si la madre podía ahora enviar a sus hijos a escuelas públicas gratuitas, se sentiría más libre para tener más hijos. Pero no funciona de esa forma. El proceso de educación industrializada debilita las conexiones de los miembros de la familia y el compromiso de la madre hacia sus hijos y familia. Usualmente, en vez de tener más hijos, la madre con más tiempo libre sale a buscar trabajo.

Un poeta de Kentucky, Wendell Berry, delinea la misma imagen que nosotros en su libro “¿Para qué es la gente?” (What Are People For?): “Si no existe una economía hogareña o comunitaria, entonces los miembros de la familia y sus vecinos ya no son útiles entre sí. Cuando la gente no es más útil para otros, entonces la fuerza centrípeta de la familia y la comunidad decae y la gente cae en la dependencia de economías y organizaciones externas...”

Cuando la familia se debilita como economía pequeña, los hijos son menos bienvenidos, la lógica de entrar en un matrimonio se hace más difusa, crece el desorden sexual y el aprendizaje declina.

Han existido variadas respuestas frente a esta situación. El gran desastre económico del comunismo puede verse como un intento de aplicar el principio altruista o familiar —“de cada uno según su habilidad, a cada cual según su necesidad”— a lo ancho de toda la sociedad. Pero nuestro siglo ha demostrado que éste fue un enorme y trágico error: El principio no puede imponerse centralmente. Cuando nos movemos más allá del hogar, el clan, la comunidad religiosa o el pueblo —donde todos conocen el carácter y las fortalezas y debilidades de los otros, y donde reglas heredadas imponen una disciplina tolerable— una vez que nos movemos más allá de estas pequeñas comunidades, esta forma de altruismo falla.

Una segunda respuesta frente al pedido de ayuda de la familia en el entorno industrial fue la búsqueda de una “Tercera Vía”, el camino de la democracia social que supuestamente llevaría a un punto intermedio entre el capitalismo industrial y el comunismo industrial. La frase proviene del título de un libro escrito por Marquis Childs en 1938, que celebraba el modelo de desarrollo de Suecia. Él y otros entusiastas decían que los efectos disruptivos del industrialismo podían ser balanceados a través de una pesada regulación estatal del sistema fabril y por la construcción de un Estado de bienestar centrado en la familia, donde los costos de criar hijos fuesen soportados por el gobierno. Por cerca de tres décadas, entre 1940 y 1970, Suecia sí pareció un modelo atractivo. Pero el sistema sucumbió de allí en más por sus contradicciones internas, todas demostrablemente ligadas al problema familiar:

- Pensiones estatales de vejez que de la familia transfieren al Estado la antigua tarea de cuidar de los ancianos en la adversidad, provocando el corte de los vínculos naturales de seguridad entre las generaciones y desalentando el nacimiento de hijos en número suficiente como para mantener el sistema.

- Políticas de bienestar estatal que protegen a la gente de las inevitables consecuencias de sus elecciones inmorales, creando así incentivos que hacen más fácil —o, en realidad, promueven— el divorcio, la cohabitación y la ilegitimidad como sustitutos del matrimonio.

- Ingresos gubernamentales por hijo que, en realidad, debilitan los vínculos padre-hijo, a medida que las madres ganan preponderancia que mina el rol del padre como perceptor y distribuidor del ingreso.

- Y la visión altruista de un Estado de bienestar racional que, supuestamente inspirado en la familia, necesariamente da vía libre a penalidades basadas en el altruismo y se apoya en la irracionalidad.

Específicamente, el sistema sobrevivió financieramente sólo mientras los ciudadanos restringieron sus requerimientos, como en los tiempos en que las familias preferían cuidar a sus miembros ancianos en casa antes que enviarlos a centros geriátricos estatales. Pero la misma lógica de este sistema de derechos penaliza financieramente la elección altruista.

Hoy, los estados clásicos de la “Tercera Vía” como Suecia y Dinamarca están en crisis, enfrentando tanto la bancarrota financiera como la espiritual. En síntesis, demostraron la inexistencia de una “Tercera Vía” real.

Sin embargo, han existido también en nuestro siglo intuiciones de una “Tercera Vía” de organización económica que puede representar un camino mejor. El común denominador de éstas es el reconocimiento y la defensa de una economía centrada en la familia.

Estas aproximaciones al problema directamente ponen coto a la naturaleza no mudable de la verdadera familia y buscan construir barreras que protejan la económica hogareña altruista de los efectos corrosivos del individualismo y el consumismo. Puesto de otra forma, promueven la “refuncionalización” de las familias trayendo a la industria de vuelta hacia el terreno casero.

Los defensores mejor conocidos de esta Tercera Vía eran los ensayistas católicos ingleses Gilbert Keith Chesterton y Hilaire Belloc. Chesterton argumentaba en forma abierta y con fuerza en pos de la reconstrucción en Inglaterra de una “sociedad de campesinos”, basada en pequeños terrenos y negocios. Belloc, por su parte, escribió que “la familia es idealmente libre cuando controla totalmente todos los medios necesarios para la producción de la riqueza que necesita consumir para una vida normal”. Para esta reconstrucción de una sociedad de familias propietarias libres, urgía al uso creativo de los impuestos y de la regulación estatal para limitar a las grandes sociedades anónimas y promover las pequeñas empresas familiares.

Una teoría más sistemática de una economía centrada en la familia vino de la pluma de un mártir económico Alexander Vaselevich Chayanov. Antes de su arresto y ejecución por parte de los comunistas soviéticos, este economista ruso había refutado la visión, sostenida tanto por los teóricos del laissez faire como por los marxistas, de que los campesinos y las granjas familiares son irracionales e ineficientes y deben ser eliminadas. En su obra maestra de 1925, “La organización de granjas campesinas”, Chayanov persuasivamente demostraba que las pequeñas granjas familiares —que combinan la producción vegetal y animal de subsistencia con las industrias caseras, la producción hogareña y el empleo externo variable— son en realidad una forma de organización económica lógica o, incluso, superior. El silencio a que se sometió el trabajo de Chayanov ha significado, en palabras de un historiador, que las políticas de agricultura y desarrollo global hayan estado “recorriendo el camino equivocado” durante 70 años, en forma intencional subvirtiendo una más natural, versátil y sostenible agricultura centrada en la familia para transformarla a la explotación industrial de las granjas.

Otro economista activo en ese tiempo, Ralph Borsodi, enfatizaba la “producción familiar” como el programa “para la gente que apunta a la virtud y la felicidad, y para quienes la buena vida está representada por el hogar y el corazón, por los amigos y los hijos, por el césped y las flores”. Éste dio especial atención a la contribución económica de la madre en el hogar. Mientras que las teorías tanto de los economistas marxistas como de los liberales clásicos desprecian la producción casera como económicamente irrelevante o, incluso, un parásito, Borsodi delinea el verdadero valor económico de la jardinería, la producción de manteca y la cría de aves de corral; de la cocina, la repostería y el servir la mesa; de las conservas; de la limpieza y el lavado; de la costura; de la alimentación y cuidado de bebes; y de proteger y enseñar a los niños.

Estos modelos de una Tercera Vía económica, repito, comparten el enfoque sobre el bienestar familiar. La renovación familiar vendría sólo a medida que ciertas tareas y funciones sean protegidas de su inmersión en la industria, es decir, sean desindustrializadas y regresadas al hogar. En estos modelos, la medida del éxito económico no será el “crecimiento” monetario de la economía estadística oficial, ya que, como hemos visto, mucho de lo que es llamado crecimiento en realidad es la contrapartida de la declinación de la familia. En vez de esto, el éxito será medido por un diferente tipo de riqueza: la formación de matrimonios, el nacimiento de hijos y la solidaridad del grupo familiar. Esto regresará el análisis económico a sus auténticas raíces, a la oeconomia, la “administración del hogar”. Por eso, en lugar de usar una etiqueta desinformada como “Tercera Vía”, deberíamos usar una como “Vía Familiar” como nombre de este camino hacia una economía virtuosa.

Al mismo tiempo que se niega a delinear cualquier tipo de plan de economía distintivamente cristiana, la Iglesia Católica ha sí explicado principios frente a los cuales deben ser juzgados los sistemas económicos. Estos principios incluyen las conocidas apelaciones a la dignidad humana y a la libertad de la Iglesia para hacer su trabajo. Pero, de no menor importancia, es el llamado a considerar la salud de la familia. En un importante discurso de 1951, el papa Pío XII identificaba como “uno de los errores fundamentales del materialismo”, tanto laissez-faire como marxista, la negación de “la vida de la familia” como fuente de “vida, salud, energía y actividad de toda la sociedad”, incluyendo, por supuesto, su vida económica. Se podrían citar otras afirmaciones de la Vía Familiar. Refiriéndose únicamente a las granjas familiares, por ejemplo, Pío XII declaró: “Hoy puede decirse que el destino de toda la humanidad está en juego. ¿Tendrán los hombres éxito al balancear esta influencia [del industrialismo] en forma tal que se preserve la vida espiritual, social y económica que es el carácter especifico del mundo rural?” Pío XII señaló, también, cómo la “propiedad privada” asegura “para el padre de familia esa sana libertad, de la que tiene necesidad, de poder cumplir las obligaciones a él asignadas por el Creador, respecto al bienestar físico, espiritual y religioso de la familia”. En otro sermón dijo: “Solo la estabilidad que está enraizada en la propiedad hace de la familia la célula vital y más perfecta y fecunda de la sociedad, uniendo de una manera brillante en cohesión progresiva las generaciones presentes y futuras”.

Con respecto a los empleadores, el trabajo y la familia, Pío XI decía en la encíclica Quadragesimo Anno (1931) que, “debe hacerse todo esfuerzo [para asegurar] que los padres de familia reciban un salario suficientemente grande como para cubrir las necesidades familiares ordinarias en forma adecuada”.

La encíclica de 1981 Laborem Exercens reforzó este vinculo entre trabajo y formación familiar. Afirmando que la fundación de una familia es un “un derecho natural”, Juan Pablo II definió el salario justo de un adulto como aquél “que es suficiente para el establecimiento y mantenimiento de una familia y para proveer seguridad para su futuro”. De cualquier forma que se implemente, enfatizaba el Papa, la existencia de un salario familiar sirve como “medio concreto de verificar la justicia de todo el sistema socio económico”. Tenemos aquí una prueba específica de la justicia económica: ¿Existe un salario familiar?

Más aún, dijo el pontífice: “Redundará en beneficio de la sociedad hacer posible para una madre... dedicarse en el cuidado de sus hijos y en educarlos de acuerdo con sus necesidades, las cuales varían con la edad. Tener que abandonar estas tareas para tomar un trabajo asalariado fuera del hogar es erróneo...”

Respecto a la importancia de la economía domestica —del trabajo en el hogar no pago y centrado en la familia— el entonces pontífice declaró: “El trabajo doméstico es una parte esencial del buen orden de la sociedad y tiene una enorme influencia sobre la colectividad; contribuye a producir ingresos y riquezas, bienestar y valor económico... Tiene una influencia directa sobre el buen desarrollo de la familia.”

En referencia a la familia, al Estado y a la economía, Juan Pablo II estableció: “Estamos todos llamados a promover un medioambiente favorable a la familia, y, por lo tanto, a la maternidad y a la paternidad, un medioambiente donde, en forma creciente, puedan encontrarse las condiciones óptimas para hacer posible que la familia pueda desarrollar sus riquezas: fidelidad, fecundidad e intimidad enriquecida con la apertura a los otros.”

Estas referencias no constituyen una teoría económica. Pero sí, creo, animan a todos los cristianos a volver a pensar el trabajo teórico en pos de una Vía Familiar y a ayudar a construir ambientes amigables para la vida hogareña, el lugar de la fidelidad, la fecundidad y la intimidad.

Y la Vía Familiar es mucho más que una teoría. Existen ejemplos modernos de naciones que, usualmente por accidente, han tropezado con políticas temporales que han dado nuevos bríos a la familia, mediante la desindustrialización de algunos aspectos de la producción y la restauración de estas funciones en el hogar. En consecuencia, encontramos también en estos lugares visibles signos de una renovación familiar: matrimonios más fuertes con más hijos.

México, para poner un ejemplo cercano, dividió vastos terrenos organizados industrialmente en los años alrededor de 1940 y distribuyó más de 10 millones de hectáreas a campesinos sin tierras. Estos cambios convirtieron a los trabajadores de las plantaciones en campesinos libres dueños de pequeñas propiedades, y restauraron el lugar de la familia como unidad de producción y consumo. Las anteriores ganancias espectaculares logradas mediante una mayor productividad en la producción de alimentos resultaron igualadas por un crecimiento equivalente en manufacturas y otras formas de producción en pequeña escala. Las empresas urbanas también se apoyaron en las relaciones familiares. Con la propiedad productiva de vuelta en manos de las familias, los matrimonios se hicieron más tempranos y los hijos arribaron en grandes números: las riquezas familiares de las que Juan Pablo II hablaría décadas después.

Una economía centrada en la familia no esta destinada a ser una economía estancada en términos estadísticos. La tasa de crecimiento oficial de la economía mexicana en el periodo 1945-1965, en realidad, excedió a las tasas de crecimiento de los Estados Unidos y Canadá para ese mismo período. Por desgracia, este experimento de restauración familiar llegó a su fin alrededor de 1970, cuando las autoridades de los EE.UU. y de las Naciones Unidas, especializadas en “control poblacional”, intencionalmente se dispusieron a destruir la economía de base familiar de México, con el fin de reducir el tamaño familiar promedio y convertir a dicha nación nuevamente al modelo industrial.

Aún un segundo experimento masivo no intencional en cuanto a la restauración de la familia comenzó a fines de esa década, y aún continua, en el lugar menos probable: la República Popular de China. Los campesinos chinos —colectivizados en granjas industriales por Mao Tse-Tung después de la revolución de 1949— sufrieron terriblemente durante un cuarto de siglo, debido a que los comunistas buscaban (en palabras textuales de un documento) eliminar a las familias como “unidad fundamental de habitación y producción”. Pero la muerte de Mao en 1976 trajo un cambio en esa política, llevando dos años después a la introducción del apropiadamente llamado “sistema de responsabilidad familiar”. Mientras que el estado aún técnicamente es dueño de la tierra, las colectividades industriales se dividieron y las familias obtuvieron el uso de la tierra según su tamaño: cuanto más grande una familia, más tierra recibía en uso. Luego de cumplir una cuota asignada, el producto restante de la granja se convierte en propiedad de la familia para su consumo o venta. El nuevo sistema también permitió a las familias de campesinos encargarse de ocupaciones colaterales tales como manufacturas e industria casera. Los resultados entre 1978 y 1990, sólo recientemente documentados, fueron espectaculares. La producción de las granjas subió rápidamente, como lo hizo la salud de las familias rurales y su bienestar. Liberando esa energía emprendedora, nacieron un estimado de diez millones de empresas rurales —en su mayoría familiares—. Más importante aún, reaparecieron los moldes matrimoniales tradicionales luego de décadas de suprimidos, lo mismo que la preferencia de los chinos por tener muchos hijos. En las partes más rurales de China, tres cuartos de las mujeres ahora quieren tener cuatro o más hijos. En los hechos, este “sistema de responsabilidad familiar” subvirtió en el campo la otra innovación de los líderes de la época post-Mao: la política poblacional de “un hijo por familia”. Puesto en términos simples, una economía en la Vía Familiar quiere y da la bienvenida a los hijos.

En ambos caos, los ejemplos mexicano y chino, gobiernos supuestamente laicistas o ateos se volvieron hacia políticas que permiten el renacimiento y el éxito de una economía familiar natural. Al mismo tiempo que estas economías no resisten la prueba de libertad para que la Iglesia “ejercite su ministerio” como dice el Magisterio, creo que sí aprueban la prueba en cuanto a promover la familia.

A un nivel más modesto, en los EE.UU. y Canadá también podemos encontrar un cambio económico —definido en términos burdos— que ha fortalecido a la familia: el llamado “movimiento por la educación hogareña” (homeschooling). Debemos recordar que la educación en el hogar en los niveles elemental (primario) y secundario representa la desindustrialización de los niños involucrados. Significa un retorno desde una educación diseñada sobre principios industriales a una educación enfocada en la familia. Cerca de 1,5 millones de niños en los EE.UU. y Canadá son educados ahora en sus casas. Existe también una correlación positiva entre la educación familiar y una mayor fertilidad y familias más grandes. Un estudio encontró que el número promedio de niños en familias que realizan educación en el hogar es de 3,43, el doble del promedio de niños de todas las familias de parejas casadas en los Estados Unidos. Entre las familias canadienses que educan en el hogar, la cifra es aun mayor: 3,46. Una vez más, éstos son signos auténticos de integridad y salud familiar.

Sí, es cierto que quienes realizan educación hogareña, especialmente aquellos que son católicos, tienden a tener familias más grandes. Pero la educación en el hogar funciona ella misma a favor de la tendencia a tener más hijos, ya que la psicología de la familia frecuentemente cambia cuando tiene lugar la educación familiar: La casa comienza a girar alrededor del niño (y de manera saludable), las conexiones entre los miembros de la familia se fortalecen y la familia es refuncionalizada.

En síntesis, una economía de Vía Familiar es más que una teoría abstracta. Hay ejemplos en el terreno que nos muestran cómo podemos construir un orden mejor, más virtuoso, uno más cercano a pasar los exámenes de justicia familiar y dignidad humana tal como los ha articulado la Iglesia Católica.

¿Qué puede significar esto para las familias cristianas? Permítaseme cerrar con varios ejemplos —todos a la mano de una familia o de una parroquia— sobre lo que se puede hacer para avanzar en el camino de una economía de Vía Familiar.

Primero, el clero y los líderes laicos pueden copiar el ejemplo de la Francia de comienzos del siglo XX y organizar a los líderes de negocios en sus parroquias para estudiar los principios de la enseñanza social de la Iglesia, especialmente aquéllos referidos a la dignidad del trabajo, la santidad de la familia, la justicia del salario familiar y la responsabilidad moral personal para proveer ese salario a sus empleados.

En segundo lugar, las familias cristianas pueden usar su poder de compra, su “soberanía de consumidor”, para sostener las manufacturas y negocios locales y familiares.

En tercer lugar, las parroquias pueden promover pequeñas empresas familiares a través de la provisión de un pequeño pero suficiente capital inicial.

En cuarto lugar, el clero y los líderes laicos pueden promover la educación familiar. Las parroquias tradicionales pueden ser parcialmente reformadas para servir a los educadores del hogar como centros de recursos, como lugares de clases comunes y como sitios para mejorar las habilidades de enseñanza de los padres.

En quinto lugar, las parroquias pueden crear cooperativas de alimentos. Esto puede parecer más fácil en pequeños pueblos y regiones rurales, pero es posible también en las grandes ciudades. En las “megaciudades” del mundo en vías de desarrollo, el 75% del alimento es aún producido en jardines hogareños y pequeñas granjas localizadas en esas mismas ciudades. Los jardines familiares como empresa familiar común pueden también tener éxito en ciudades del mundo desarrollado. Las parroquias cristianas podrían también vincular “familias granjeras” y “familias urbanas” para la venta directa de productos frescos y otros del campo, lo cual beneficiaría a ambas.

En sexto lugar, los sacerdotes, ministros y laicos pueden dedicarse a ministerios rurales específicos y a la restauración de la vida rural tradicional. Bajo el liderazgo inspirado del P. Luigi Ligutti, la Conferencia Católica Nacional de Vida Rural (National Catholic Rural Life Conference) de los EE. UU. tuvo un papel vital en esta área. Creo que existe un nueva necesidad entre los laicos cristianos, particularmente entre los jóvenes adultos, de una guía espiritual y práctica en este asunto.

Y, por ultimo, podemos ayudar a revivir la Regla de San Benito en nuestro tiempo. Podemos, en palabras de Mons. M. Francis Mannion en un artículo publicado en Communio, “crear comunidades de existencia cristiana ejemplar” que “nos enseñen cómo vivir en forma auténtica”. La renovación del modelo monástico tradicional —comunidades de hermanos o hermanas— es parte de esto, pero creo que nuestro tiempo llama también a aplicaciones modificadas de la regla monástica para pequeñas comunidades de familias: una vida de residencia, trabajo, caridad, educación y adoración compartidas, apoyados en votos de obediencia, pobreza y matrimonio. Hay un verdadero hambre de todo esto actualmente en los Estados Unidos. Recientemente, muchas comunidades católicas de esta clase han tomado forma, al mismo tiempo que una enorme comunidad protestante de este tipo está ya trabajando en el Estado de Massachussets.

Medidas concretas como éstas, donde se vincula la familia y la economía, podrían contribuir poderosamente a la gran tarea de construir lo que Juan Pablo II llamó la Civilización del Amor.



*Allan C. Carlson, nacido en Des Moines (Iowa) en 1949, luterano y doctor en Historia, es actualmente profesor del Hillsdale College (Michigan) y presidente del Centro Howard. Fue anteriormente presidente del Instituto Rockford (Illinois), miembro del Consejo Luterano de los EE. UU. y profesor del Gettysburg College. Es autor de varios libros, entre otros: From Cottage to Work Station: The Family’s Search for Social Harmony in the Industrial Age (San Francisco: Ignatius Press, 1993).


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