[Escrito original de Karl Jahn. Traducción, títulos y notas de la Liga Distributista.]
La cuestión de la propiedad de los medios de producción
Durante sus vidas, Chesterton y Belloc lograban la atención por sus ideas sociales y políticas inusuales gracias a sus grandes talentos literarios y sus reputaciones; iban a la par de Wells y Shaw, los voceros del socialismo fabiano más famosos en el ambiente literario, con quienes mantenían un constante y amistoso estado de debate. Sin embargo, el Distributismo cayó en el olvido tras las muertes de sus voceros de vanguardia. La mayoría de los críticos literarios han ignorado o minusvalorado esta parte de su trabajo, considerándola arcaica, excéntrica e indigno de nota.
Los distributistas se ocuparon de numerosos temas pero la esencia de este movimiento pequeño pero interesante, como marca su nombre, era ser una alternativa original al capitalismo y el socialismo. Han existido numerosos intentos por encontrar una “tercera vía” entre estos dos sistemas contendientes desde el surgimiento de los movimientos socialistas a fines del siglo XIX. Las tres alternativas principales que aparecieron fueron el liberalismo del Estado de bienestar o socialdemocracia, el fascismo o nacional socialismo, y la democracia cristiana, todos persiguiendo fines distintos esencialmente por los mismos medios: el corporativismo (mediante el cual el gobierno media entre el capital organizado y el trabajo organizado) y el Estado de bienestar (mediante el cual el gobierno saca a los que más tiene para dar a los que menos tienen). En general, el Estado deja la propiedad privada intacta, pero la sujeta a algún grado mayor o menor de regulación y redistribución con el objeto de proveer seguridad a las masas. Por supuesto, ha sido la alternativa liberal/socialdemócrata la que triunfó, al final, en todos los países occidentales.
Fue en este contexto histórico e ideológico que Chesterton y Belloc formularon sus propias ideas. Para ellos, los temas políticos cruciales eran económicos. Como para los liberales clásicos, estaban preocupados por asegurar la libertad y la propiedad, y propugnaban los derechos del individuo frente al poder y la autoridad del Estado; pero, como los socialistas, estaban también preocupados con el problema de la desigualdad económica y alentaban a los pobres frente los ricos. De ahí que no quisiesen entrar en componendas con el capitalismo ni con el socialismo.
El problema con el capitalismo, según sus ideas, era la incompatibilidad entre la libertad política y la desigualdad económica. La desigualdad que les preocupaba no era principalmente la del ingreso disponible y el disfrute de bienes de consumo (como la mayoría de la gente piensa hoy); por el contrario, lo que les preocupaba era la posesión de propiedad sustancial, y, especialmente, de capital. Una vez, Chestertón señaló que “lo que llamamos capitalismo debería ser llamado proletarianismo” —queriendo decir que en un capitalismo verdadero todos, o casi todos, deberían ser capitalistas—. En tanto y en cuanto la propiedad del capital esté restringida a unos pocos, los propietarios, tener el control sobre los medios de producción (de los que dependen las vidas de todos en una sociedad) tendrá una ventaja desproporcionada en su poder de negociación económico, de modo que podrán explotar a las clases desposeídas.
Esta explotación causa una herida profunda en la sociedad que, ellos pensaban, resultaría inevitablemente en la caída del capitalismo. En teoría, el Estado capitalista está compuesto de ciudadanos libres e iguales, cuya única relación legal es el contrato; pero en la práctica, sin embargo, está compuesto principalmente de personas que, dependiendo su subsistencia de la voluntad de otros hombres, no tienen realmente independencia de acción. Más aún, el capitalismo condena a la gran masa de la sociedad a la inseguridad. Hombres que dependen de sus salarios, sin propiedad como reserva, se convierten en miserables si no pueden trabajar. El capitalismo necesita mantener vivas, mediante métodos no capitalistas, a grandes masas de la población que de otra manera pasarían hambre. Ésta fue la razón de las Leyes de Pobres británicas y, en última instancia, del Estado de bienestar. Yendo más lejos, la competencia económica genera inseguridad también para los propietarios, por lo que es de su interés contar con la regulación estatal del mercado para crear cárteles y monopolios.
Existen sólo tres regímenes que podrían reemplazar al Estado capitalista condenado y resolver estas contradicciones: el colectivismo, que pone los medios de producción en manos de la comunidad como un todo organizada como Estado; la esclavitud o servidumbre, en la cual los propietarios y los trabajadores son legalmente reconocidos como tales y comprometidos por sus estados, anexos a los cuales existen derechos y obligaciones diferentes; y el “Estado distributista”, en el cual la propiedad privada es reestablecida en gran escala, aboliendo así el proletariado al convertir a sus miembros en propietarios. Por lo tanto, el Distributismo es original en cuanto es la única “tercera vía” entre el capitalismo y el socialismo que, realmente, llegó a la raíz del problema. En vez de buscar una solución de compromiso entre el capital y el trabajo, el Distributismo aboliría a ambos en cuanto clases separadas.
El socialismo, por su parte, era para los distributistas insatisfactorio porque sólo exacerba el problema básico: “el socialista dice que la propiedad ya está concentrada en monopolios y que la única esperanza es concentrarla más en el Estado”. El socialismo debería dar estabilidad una vez que es aplicado, pero aún es injusto porque la condición básica de la servidumbre económica sigue siendo la misma, sea que el empleador de uno sea otro individuo o el Estado.
Un pequeño movimiento político llamado Socialismo Corporativista emergió en Inglaterra en las décadas de 1910 y 1920, directamente inspirado en gran parte por el medievalismo y el anti-estatismo de El Estado servil. Era la versión peculiarmente inglesa de los más radicales y violentos movimientos anarcosindicalistas que se extendieron por ese tiempo en todo el Continente. La idea era que los sindicados, o las guildas, tomaran el control directo de una industria y que la administraran democráticamente. Sin embargo, Belloc se opuso al socialismo corporativista puesto que era un cambio no esencial en la forma del socialismo. Sin la propiedad privada, las “guildas” o los “sindicatos” no serían en realidad nada más que ministerios de un Estado colectivista todopoderoso.
La gente sólo puede ser propietaria de los medios de producción y de distribución por separado, no todos juntos. El socialismo pondría todos los huevos en la misma canasta. Nadie podría pensar “que doce millones de hombres, digamos, llevaran la canasta, o cuidaran la canasta, o tuviesen algún control real sobre los huevos de la canasta para distribuirlos”. Necesariamente, quedarían controlados desde el centro por un puñado de gente. Por lo tanto, la propiedad de los medios de producción debe ser compartida —en el sentido capitalista de “cuota parte” o “acción”, esto es, como algo dividido y no mancomunado—. Los hombres sólo pueden controlar lo que poseen individualmente. La gente actuará como un colectivo sólo para establecer el marco legal y político que dividirá la propiedad y la mantendrá dividida.
Por supuesto que Marx y sus seguidores estaban equivocados cuando predecían que las “contradicciones” económicas del capitalismo inevitablemente causarían su colapso y reemplazo por el socialismo. La mayoría de los reformistas sociales, puesto que están principalmente preocupados con la obtención de seguridad para las masas, se satisfacen con reformas de la variedad “pan y circo”, que dejan la propiedad intacta. Los capitalistas, por su lado, aceptan estas reformas y las adaptan. Belloc previó esta componenda y predijo que resultaría en lo que llamó el “Estado servil”.
Ésta es una sociedad basada sobre un estado coercitivo más que sobre un contrato libre, caracterizada por un populacho esclavo, dependiente, en primer lugar, de sus empleadores y, en segundo lugar, de la caridad del Estado, combinada con un pequeño grupo de plutócratas, ellos mismos dependientes del poder del Estado para asegurar su posición. Los empleados de las grandes corporaciones serán, de facto y, en última instancia, legalmente, siervos industriales. Por su poder económico para influenciar al Estado, los capitalistas manejarán estas reformas sociales en beneficio propio, dando a la gente seguridad —la seguridad que conlleva la esclavitud: la consideración que el esclavista tienen por su propiedad humana—. Esta seguridad está atravesada por el anzuelo de la pérdida de libertad.
Viendo cómo la plutocracia explotó el idealismo aparente y las reformas supuestamente bienintencionadas, los distributistas sospechaban de los reformadores sociales idealistas tanto como de los plutócratas. Con demasiada frecuencia, el plutócrata y el reformador parecen estar asociados secretamente: sobre todo, cuando el plutócrata explota el trabajo de la mujer y el reformador predica la “emancipación” de la mujer de la familia.
Por lo tanto, los distributistas no querían “reformar” el capitalismo (el que entendían, repetimos, como la propiedad de todo el capital en pocas manos): querían su abolición. A diferencia de los marxistas, creían que la propiedad privada era la solución, no el problema. “La cura para la centralización es la descentralización”, decían. “La acción natural, cuando la propiedad ha caído en pocas manos, es devolverla a manos más numerosas.” Sus ideas políticas pueden ser sintetizadas en dos grandes palabras: Libertad y Propiedad. El nombre que inicialmente se propuso para la organización fue, de hecho, el pomposo pero elocuente “La Liga para la Preservación de la Libertad mediante la Restauración de la Propiedad”. Su ideal era “una sociedad en la cual los medios de producción estén distribuidos como propiedad entre muchas unidades del Estado —las familias y los individuos que lo componen—”.
La solución distributista a la “lucha de clases” no era esencialmente utópica como lo es el socialismo. La meta no era la igualdad de condición, apenas definida, sino de oportunidad. Su idea de distribución equitativa evitaba que todos “se maten entre ellos y busquen en los bolsillos de los otros por si encuentran media corona o dos chelines” —todos los hombres tendrían una mayor o menor porción de la economía, como pequeños propietarios y productores: campesinos, artesanos, comerciantes libres—. Incluso habría espacio para empleados asalariados y empleadores en los márgenes de la sociedad.
Los distributistas tenían dos propósitos en mente cuando defendían la libertad y la propiedad y, al hacerlo, identificaban el uno con el otro. Primero, veían a la propiedad como una fuente de poder individual real y práctico, necesario para institucionalizar la libertad abstracta. Segundo, veían la propiedad como el logro de necesidades espirituales del hombre y expresión de su personalidad.
Darle al hombre ordinario un voto no necesariamente le da algún poder real; permitiéndole tener una familia y un hogar que sea propio, sí le damos poder, un reino sobre el que ejerce soberanía privada. De hecho, el voto no significa nada sin los medios para ejercer poder real en el reino político. El “socialismo democrático” es una contradicción en los términos: cuando el gobierno provee todo, uno puede difícilmente esperar que provea para que se le opongan. (Del mismo modo que, hoy en día, los socialistas quieren reformar el financiamiento de las campañas electorales para evitar que la gente use su propiedad para oponerse a ellos.) Pero sobre todo, los hombres sólo pueden ser libres realmente (esto es, poder controlar sus propias vidas) cuando controlan directamente los medios para producir su propia subsistencia. No indirecta o teóricamente, diciendo (por ejemplo) que una fábrica “pertenece al pueblo” —sino, en realidad, siendo propietarios de acciones individuales en la fábrica—.
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