Existen numerosos escritos en internet, en
publicaciones y en este mismo sitio que sirven de introducción al tema del
Distributismo. Incluso hemos tenido ocasión de leer algunas monografías
universitarias, un par de tesinas y hasta una tesis doctoral.
Pero, en general, todos estos escritos en
castellano se limitan a presentar una panorámica o una introducción de lo que
es el Distributismo. Otras veces, se confunde parcialmente al Distributismo con
otras teorías en boga en aquellos tiempos: crédito social, corporativismo o
agrarismo. No pocas veces, se piensa el Distributismo como una especie de
pensamiento precursor del ecologismo, del socialismo del siglo XXI, de la
permacultura, de la responsabilidad social empresaria, etc.
No hay duda de que todas estas teorías,
doctrinas, escuelas, modas o como se las quiera llamar, pueden aportar algo (o
mucho) al Distributismo, pero no son —propiamente— el Distributismo, puesto que
éste es una doctrina económica (pero con consecuencias políticas y sociales)
basada en un capital equitativamente distribuido en propiedad entre las
familias. Y, por lo tanto, cualquier medida o política que no tienda a esto, no
es distributista y, en el mejor de los casos, es un “parche” a un sistema
intrínsecamente perverso; “parches” que, en el peor de los casos, refuerzan
este mismo sistema o aceleran sus efectos perjudiciales… aún con las mejoras
intenciones.
El Distributismo no es, por lo tanto,
filantropía, ni “voluntarismo” de la caridad — aunque la gratuidad y la caridad
bien entendida están en el corazón de esta doctrina.
No se engaña tampoco el Distributismo con las
intenciones de grandes organizaciones sin fines de lucro que necesitan del
sistema para financiarse (directa o indirectamente), que ocultan en sí mismas
un gigantismo deshumanizante en el trato de sus voluntarios, empleados y
beneficiarios, que responden a ideologías y planes de ingeniería social (nuevo
nombre para la eugenesia que tanto combatieron los distributistas) — aún cuando
pueda adoptar circunstancialmente las formas legales de este tipo o aprovechar
las ventajas fiscales o normativas que el sistema concede a estas
organizaciones.
Tampoco es el Distributismo un “código de
ética” del capitalismo — si bien los distributistas no dejaron nunca de
denunciar a los capitalistas que ni siquiera se atienen a las reglas por ellos
fijadas (ejemplos son el escándalo Marconi, la oposición a la estatización del
transporte público de Londres o las denuncias al sistema financiero actual).
Ni siquiera el Distributismo pretende
“suspender” las (supuestas) leyes de la economía como algunas escuelas que
dependen de exigir de sus cultores una heroicidad quasi angelical sostenida
(algo así sería la denominada “Economía de Comunión”) o que viven de los flujos
de dinero que reciben desde fuera de su microcosmos por medio de las donaciones
que les hace el mismo sistema (caso del método Yunus de microcréditos) — aunque
no teme poner en duda las supuestas “leyes” de esta supuesta “ciencia” que es
la Economía, tanto desde dentro con sus técnicas y métodos (Belloc,
Schumacher), como desde el simple sentido común (Chesterton).
Menos que menos es el Distributismo el
propulsor de soluciones “éticas” individualistas que no van a la raíz estructural
de los problemas de la economía actual y sus proyecciones en la sociedad y la
política, y que pretenden que —contra toda lógica sana— hacer más de lo mismo,
pero con buena intención y cuidando las formas, va a cambiar algo. En este
mismo sentido, el Distributismo no pretende un simple “cambio cultural” de las
organizaciones o de la economía, ni confía en un “hombre nuevo” que advenirá en
un futuro incierto.
Y por todo esto, el Distributismo no es utópico
puesto que confía en el hombre común de hoy y, al mismo tiempo, cree en el
pecado original y la consecuente tendencia al mal en una naturaleza humana que
de por sí es buena y ha sido redimida por Cristo. Y es justamente por el pecado
original y sus consecuencias que el Distributismo pretende limitar a aquellos
que, aunque digan abogar por la propiedad privada o la propiedad común, quieren
—en el fondo— toda la propiedad para sí mismos.
Y es que el Distributismo no es un “ismo” en el
sentido que este sufijo confiere a las palabras hoy. No es una técnica diseñada
por expertos, ni una ideología pergeñada en la reclusión de una biblioteca, ni
un pedante magisterio impartido en las aulas desde un taburete. Menos aún es
una escuela de la economía o la sociología.
Es, por el contrario, algo anterior a todo
ello, surgido de los mismos hombres antes de que éstos se viesen en el infeliz
trance de descubrir que existía una disciplina como la sociología o la
economía. Fue durante siglos la marca de la vida del hombre común en la Europa
cristiana e, imperfectamente, lo ha sido en las culturas tradicionales de todo
el mundo cuando aún no se veían inficionadas de las ideologías ilustradas e
ilustrantes. Y aunque el Distributismo no haya nunca madurado del todo, y
aunque se encontrase momentáneamente confundido con formas sociales y políticas
accidentales, lo propio del mismo, la realidad de la propiedad familiar de los
medios de producción como distingo determinante de la vida económica ha sido
reconocida por estudiosos de muy distintas ideas.
Es la familia la principal preocupación del
Distributismo y es, por lo tanto, su clave de interpretación. Al distributista
no le preocupa el Estado porque amenace la libertad individual, sino porque
pretende arrogarse el papel que sólo corresponde a los padres de familia. Al distributista
no le preocupa el monopolio porque amenace la libertad de mercado, sino porque
termina sacando a los padres del hogar esclavizándolos en una línea de
producción alienante e internando a los hijos en escuelas donde son un número
más que debe cumplir con ciertos estándares promedios igualmente
deshumanizantes.
Para el distributista, por lo tanto, la
libertad y la vida de la familia —y, por consecuente, de las sociedades y la
comunidad política, en cuanto son conjuntos orgánicos de familias— están atadas
a la propiedad de la vivienda familiar y de los medios de producción de
autosubsistencia (tierra laborable y/o taller artesanal). Autosubsistencia que
tampoco es una especie de aislamiento familiar, sino que se trata de una
familia implantada en el seno de una comunidad local —llámese aldea, pueblo,
comarca, comuna, en cualquier caso una ciudad que pueda caminarse de punta a
punta en el día, como decía Aristóteles— único lugar donde es posible una
democracia real, una representación no atada al “sistema de partidos” (o
partidocracia) que ya hace un siglo denunciaba Belloc.
De todo lo dicho, podría parecer que el
Distributismo es una doctrina católica en cuanto emergente de su Credo y de su
teología. Más en concreto, tanto desde dentro como desde fuera, se la hace
derivar de la encíclica Rerum Novarum de
León XIII, es decir una “alternativa más” de aplicación concreta de la Doctrina
Social de la Iglesia.
Sobre este asunto podríamos aplicar
análogamente lo que el cardenal Newman decía sobre la imposibilidad de una
literatura cristiana en cuanto tal. O, mejor, lo que Graham Greene aclaraba:
“no soy un escritor católico, sino un escritor en el que se da el caso de ser
católico”. Queremos decir que el Distributismo no es una excusa apologética
puesto que no pretende por sí mismo convertir a nadie, ni hay que ser católico
(cristiano o simplemente “creyente”) para adoptarlo como ciertos experimentos
voluntaristas de que hablamos más arriba. Se puede ser judío, musulmán, budista
o ateo y distributista, aunque —creemos— no se puede ser verdaderamente
católico (en todos los sentidos del catolicismo) sin ser distributista — puesto
que el Distributismo, sin pretender ser el paraíso en la tierra, es el que
mejor se adapta al orden natural y cristiano de la sociedad y la economía.
Nadie duda, por supuesto, de la influencia que
la Rerum Novarum pudo haber tenido
directa e indirectamente sobre el Distributismo, aunque mejor sería hablar de
una feliz coincidencia. Puesto que, como ya hemos dicho anteriormente, excepción
hecha de Hilaire Belloc, los demás distributistas no eran católicos en sus
comienzos, sino socialistas y liberales disidentes — más cercanos a Morris o a
Cobbett, a los utopistas o a los socialistas cristianos (anglicanos). Y, a
diferencia de lo que es el método común entre los social-católicos del siglo XX
(no era así en Le Play, de Mun, La Tour du Pin, Vogelsang, von Ketteler, etc.),
las citas de autoridad pontificia brillan por su ausencia en toda la obra
distributista, prefiriéndose el sentido común, la deducción lógica o las citas
literarias.
Se apoyó, además, al menos en sus comienzos,
también en una importante tradición agrarista o ruralista; larga tradición,
amenazada por la Revolución Industrial, en la que también se vieron enlazados
movimientos socio-religiosos ingleses como los cuáqueros o clases sociales en
decadencia como la “gentry”, lo que se refleja en forma crítica en casi toda la
literatura victoriana.
Podría parecer, entonces, que la Revolución
Industrial es para el Distributismo, a la manera de Marx, el acontecimiento más
importante de la modernidad. Ciertamente que los distributistas denunciaron el
carácter catastrófico de los cambios económicos, geográficos y sociales
provocados por el industrialismo, expulsando a millones de minifundistas
rurales hacia los centros urbanos, para trabajar en condiciones de semi
esclavitud para empresas cada vez más grandes.
Pero ni Belloc ni Chesterton se engañaron y
explicaron bien que el principio de los males ingleses se encontraba
remotamente en la Reforma de Enrique VIII e Isabel I (“la revolución de los
ricos contra los pobres”), y en forma más próxima en la llamada “Revolución
Gloriosa” de 1688, donde “el rey ya no es el que cuenta. Príncipes mercaderes
han reemplazado a todos los príncipes; Inglaterra se ha entregado al comercio y
al desarrollo capitalista… [Con su] secuela moderna de monopolios
metropolitanos, su control financiero complejo y prácticamente secreto, su
marcha de maquinarias y su destrucción de la propiedad privada y de la libertad
personal.” (Chesterton)
Donde la creación del Banco (Central) de
Inglaterra de la mano de los más grandes financistas británicos y holandeses,
es “luego de la Reforma y la destrucción de la monarquía, el evento más
importante en la historia inglesa moderna” (Belloc).
Llegados a este punto podría ser que el
Distributismo se limite a una crítica histórica que no tiene nada que aportar
al mundo surgido de la Revolución Industrial. Tampoco el Distributismo es un
aporte teórico-periódistico. Nada más lejos de ello. La prédica distributista
se ha plasmado en experiencias prácticas muy distintas y originales, que van
desde una “guilda” de artistas en la pequeña aldea de Ditchling en Sussex,
hasta la instrumentalización de la participación accionaria de los empleados en
las empresas, pasando por la adquisición de tierras laborables para revender al
costo y en cómodas cuotas a obreros industriales que buscaban “volver a la
tierra”, o la elaboración de una propuesta concreta y pormenorizada para la
organización corporativa de los pequeños propietarios de ómnibus de Londres
ante la amenaza (finalmente realizada) de la nacionalización del transporte de
la capital británica.
Pero, claro, el Distributismo se ha visto
siempre desdeñado, incluso por muchos supuestos chestertonianos que lo
consideran una excentricidad o hobby de Gilbert Keith, cuando en realidad fue
su principal preocupación y para cuya financiación fue que escribió novelas
policiales o ensayos de crítica literaria. Y siendo esto así, lo que podemos apreciar
como principal éxito distributista fue su capacidad de anticipación en muchas
materias.
Décadas antes de Burnham, ya los distributistas
habían advertido sobre la autonomía burocrática de los gerentes, funcionarios y
tecnócratas que terminan tomando el control de sus empresas y convirtiendo a
los accionistas en sólo una fuente más de financiamiento. No casualmente fueron
los fabianos, con su prédica en pos de la profesionalización de las funciones
directivas en la actividad privada y pública que finalmente confluirían en un
Estado tecnocrático como paso previo a la etapa comunista profetizada por Marx.
También desde el Distributismo se denunció el
consumismo —o el “comercialismo”, como lo llamó Chesterton— décadas antes de
que existieran las complejas técnicas de comercialización y publicidad que hoy
son moneda común y sus críticos “anti-mercado” à la “No logo”.
Entonces, se preguntará legítimamente, ¿por qué
el Distributismo no se ha dado?
Es una pregunta de difícil respuesta. Cabe
decir que la polarización producida tras la Segunda Guerra Mundial y durante la
Guerra Fría no ayudó al surgimiento de verdaderas terceras posiciones —el
“capitalismo de Estado” promovido por algunos gobiernos del Tercer Mundo en
aquellos años no fue verdadera alternativa sino más de lo mismo, un camino a
medio camino entre el capitalismo liberal y el comunismo soviético, pero
esencialmente concentracionista—.
Pero, por otro lado, es innegable que muchas de
las ideas surgidas originalmente en torno al Distributismo terminaron siendo
adoptadas por programas políticos muy diferentes. La línea interna de Sir Henry
Slesser, dentro del Partido Laborista británico, sostuvo en un comienzo los
principios distributistas; pero la crisis de 1930, forzó al gobierno y a la
oposición a ocuparse de soluciones de urgencia y relegar cualquier cambio
estructural para tiempos más tranquilos… que nunca llegan. Lo mismo pasó con el
programa adoptado por el Partido Laborista Democrático de Australia en 1955 y
que tuvo buenos resultados electorales por lo menos hasta fines de los ’60
cuando el partido empezó a disolverse por influencia de otras ideologías. En
esa misma época, el escocés Jo Grimond adoptó planes distributistas con los que
pudo resucitar al Partido Liberal y convertirlo en tercera fuerza a nivel
nacional —aunque también en los ’70, sin embargo, este partido “sufrió” la
modernizacion de su programa político—. Tiempo después, la política de Thatcher
para permitir que los inquilinos de casas estatales pudiesen adquirirlas en
propiedad fue de directa inspiración distributista. También en Canadá, India,
Ceilán (Sri Lanka) y Nueva Zelanda se encuentran muchas influencias del
Distributismo en los proyectos y planes de gobiernos y oposición.
Podría parecer ésta una historia de fracasos o
éxitos parciales a manos de políticos que no necesariamente compartían la
cosmovisión de Chesterton y Belloc. Sin embargo, creemos que hoy, tras la caída
del Bloque Soviético y las sucesivas crisis del capitalismo desatado, es tiempo
de sumar nuestras voces a las críticas que se hacen a la ciencia económica —al
menos en sus síntesis neoclásica y neokeynesiana—; críticas que se hacen no
sólo desde afuera, desde supuestos movimientos anti-sistema o
anti-globalización, sino también desde otras ciencias (la estadística
matemática principalmente) y desde la misma ciencia —cuando está en duda no
sólo la raíz epistemológica de la Economía, sino también el mismo lenguaje
monetario-contable que es su materia prima—. Es éste, decimos, el momento de
volver a poner sobre la mesa las geniales intuiciones y las lógicas deducciones
que, hace más de 70 años, un grupo de pensadores, con mucho sentido común y
amor por el hombre concreto, hicieron en materia económica, social y política,
para ayudar a que éstas vuelvan a estar dentro de un “marco de cordura”.
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