Foto: Ditchling en la década de 1920

martes, 28 de marzo de 2017

Sobre Educación Comercial


Hace mucho tiempo señalaba la falacia de pedir un hombre práctico. Notaba, lo que debería ser obvio, que cuando un problema es realmente malo y básico, rogar, pedir y gritar por un hombre impráctico. El hombre práctico sólo conoce a la máquina en la práctica, del mismo modo como muchos hombres pueden manejar un automotor sin poder arreglarlo y menos aún diseñarlo. Cuanto más serio es el problema, lo más probable es que se requiera algún conocimiento científico teórico; y aunque del teórico se diga que es impráctico, probablemente también sería indispensable. Lo que generalmente se quiere decir cuando se habla del hombre de negocios es de un hombre que conozca la forma particular en que nuestros negocios modernos generalmente funcionan. De ello no se sigue que tenga la imaginación suficiente para sugerir algo distinto cuando obviamente no funciona. Y (a menos que tanto me equivoque al leer los signos de la moderna transición) nos estamos acercando rápidamente a un tiempo en que todos estarán buscando a alguien que pueda sugerir algo distinto.

Me complace ver que el razonamiento que apliqué al reformista impráctico ha sido utilizado, por un hombre indudablemente práctico, para referirse al instructor impráctico. John C. Parker, un estadounidense cien por ciento, un ingeniero altamente exitoso, el agente vigoroso de una sociedad llamada como Edison —en breve, un hombre con todos los incuestionables estigmas del Hombre Común, riguroso y energético en la aplicación de la ciencia empresarial—, recientemente ha sorprendidos a sus amigos al dictar una conferencia con el nombre realmente admirable: “Se busca una Educación Impráctica”. Sólo he leído sus observaciones de manera indirecta, pero me parecen observaciones bastante excelentes. “Mi queja es que entrenar a la juventud para ganar un salario no es ninguna educación; en segundo lugar que un entrenamiento específico alejará a los jóvenes de la oportunidad de ganar una mejor vida; y tercero que no se puede lograr en la escuela.” También, “indefectiblemente preferiría una educación que lo haga capaz de felicidad y decencia aún en la pobreza, que una que lo conduzca a la riqueza a través del sacrificio de sí mismo y de su carácter”. Éstos son casi sorprendentes consejos sensibles; aunque no puedo conjeturar cómo se verán al lado de esas publicidades brillosas y extenuantes con inscripciones como “Puedes agregar diez mil dólares a tu salario” o “Este hombre triplicó sus ingresos en dos semanas”.

Pero este extraordinario asunto llamado Educación Empresarial, que ha comenzado a recibir apoyo en Inglaterra luego de haber subsistido durante bastante tiempo en los Estados Unidos, tiene otro aspecto quizá no tan fácil de explicar. Cuando digo que quiero formar al ciudadano y no al hombre de la ciudad, o el equívoco “algo en la ciudad”, quiero decir incluso más que lo que busca transmitir el Sr. Parker con su idea justa y racional de “adecuar a los estudiantes para vivir de manera más rica y más completa, y contribuir más ampliamente al bienestar del grupo social que ha pagado por su educación”. Siendo yo mismo un sobreviviente senil del viejo ideal republicano (uso el adjetivo para expresar el principio político estadounidense, no el partido político de ese país), quiero decir algo más, así como el mero disfrute social de la cultura. Quiero decir que formar a un ciudadano es formar a un crítico. El objetivo final de la educación es dar al hombre estándares abstractos y eternos a través de los cuales pueda juzgar las condiciones materiales y fugitivas. Si el ciudadano quiere ser un reformista, deberá comenzar con alguna idea que no haya surgida simplemente de la mera observación reverente de las instituciones no reformadas. Y si alguien pregunta, como tantos: “¿Cuál es el objeto de que mi hijo estudie sobre la antigua Atenas y la remota China y los gremios y monasterios medievales, y toda clase de cosas muertas o distantes, cuando quiero que sea un alto plomero científico en Pimlico?”, la respuesta será lo suficientemente obvia. “El objeto de aquello es que tenga algún punto de comparación, que no sólo impida que suponga que Pimlico cubre la superficie entera del planeta, sino también le permita, al mismo tiempo que dé crédito a las bellezas y virtudes de Pimlico, señalar que, aquí o allá, como se lo revelan experiencias alternativas, incluso Pimlico puede ocultar en algún lugar un defecto”.

Ahora bien, la molestia de toda esta noción de educación empresarial, de un entrenamiento en ciertos negocios, sea para plomero o para plutócrata, es evitar que la inteligencia sea lo suficientemente activa como para criticar propiamente a los negocios y a las empresas. Comienzan llenando al joven, no con sentido de la justicia para que pueda juzgar al mundo, sino con el sentido de un destino inevitable o una dedicación inevitable con el que tenga que aceptar este particular muy mundano aspecto del mundo. Incluso aunque sea un niño ya es un empleado bancario y acepta los principios de la banca que Joseph Finsbury ha explicado gentilmente al banquero. Incluso en la guardería ya es un actuario o un contador que tartamudea los números y los números vienen. Pero no puede criticar los principios de la banca ni entretenerse en la moda intelectual de que el mundo moderno ha sido hecho demasiado semejante al culto pitagórico de los números. Pero eso es porque jamás escuchó sobre la filosofía pitagórica, ni, de hecho, sobre ninguna otra filosofía. Nunca se le ha enseñado a pensar, sólo a contar. Vive en un frío templo de cálculos abstractos, en el cual los pilares son columnas de guarismos. Pero no tiene el sentido básico de la religión comparada (en el verdadero sentido de esa frase tan traída), por el cual podría descubrir si está en el templo correcto, o si quiera distinguir un templo de otro. Esto ya es suficientemente malo cuando estamos tratando con el sentido normal de número y cantidad, los fundamentos eternos del comercio racional y permanente, que son esencialmente tan puros y abstractos como los de Pitágoras. Pero se convierte en absurdo y peligroso a la vez cuando tratamos con meros revueltos de especulación e ilusión económica, lo que en EE.UU. y otros lugares se llaman negocios; con toda su publicidad degradante, con todo su secretismo peligroso. Comenzar la formación de un joven enseñándole a admirar estas cosas, y entonces llamar a esto Educación Empresarial, es exactamente como enseñarle a adorar a Baal y Bafomet, y entonces llamarlo Educación Religiosa. Y mucho de lo que se llama entrenamiento comercial es realmente de este tipo. Stevenson, con la asistencia de Lloyd Osbourne (él mismo americano), ofrece un esquema muy vívido y sorprendente de esto en Los Traficantes de Naufragios (The Wrecker). Su héroe estadounidense con justicia se resiente por convertirse en el hazmerreír simplemente por escribir la palabra “color” a la americana; pero agrega que sus críticos podrían haber tenido un mejor sustento de haber sabido que su padre “había pagados grandes sumas para criarlo en un casino”.

En cualquier caso, eso es lo que ocurre con la Educación Empresarial; que estrecha la mente; mientras que el objeto de la educación es ampliarla y, especialmente, hacerlo de modo que le permita a ésta criticar y condenar tal estrechez. Todos tenemos que aprender primero una visión general de la historia del hombre, de la naturaleza del hombre y (como debo agregar) de la naturaleza de Dios. Esto le permitiría considerar lo correcto y lo incorrecto en una comunidad de esclavos, del canibalismo en una comunidad caníbal o del comercio en una comunidad comercial. En cambio, si es inmediatamente iniciado en los misterios de estas instituciones en sí mismas, si es adoctrinado en la infancia para tomarlas tan seriamente como ellas se toman a sí mismas, si se convierte en un comerciante no sólo antes de convertirse en un viajero, sino incluso antes de convertirse en un ciudadano pleno en su comunidad, no será capaz de denunciar aquellas instituciones, ni siquiera mejorarlas. Tal estado jamás tendrá las ideas o la imaginación para reformarse, y el ajetreo y el corsé y la actividad económica habrán resultado en la rigidez mortal de un fósil.

G.K. Chesterton, “On Business Education“, All is Grist: A book of essays (1931), cap. IV.


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