Foto: Ditchling en la década de 1920

martes, 30 de junio de 2020

La Causa del Distributismo Cristiano



por Allan C. Carlson*, Chronicles, Julio de 2020.



El Distributismo cristiano celebra lo pequeño y lo humano. Descansa sobre fuertes economías hogareñas y exige la más amplia posible distribución y posesión de la propiedad productiva. Favorece la propiedad de los trabajadores, a través de cooperativas, de las necesariamente más grandes máquinas y empresas. Requiere y refuerza comunidades locales, ligadas por lazos familiares, de fe y de oficio. Acoge matrimonios de por vida y fértiles de hombres y mujeres. Favorece el cuidado hogareño de los ancianos y los enfermizos, así como la educación centrada en la casa de los jóvenes.

Entre los rivales contemporáneos del Distributismo incluimos al capitalismo laissez-faire de los libertarios y al nacionalismo económico de los chauvinistas. La principal diferencia entre los tres yace en sus respectivas antropologías.

Para los libertarios, sólo los individuos atomizados sostienen reclamos morales, sociales y económicos. Estos “hombres económicos” eligen su propio orden moral, su propia identidad sexual, sus propios arreglos de vida y acumulan poder y riqueza hasta el límite de sus capacidades, suerte y energías. Los estúpidos, los débiles, los perezosos y los desafortunados son dejados a la caridad privada. Los lazos familiares se yerguen como barreras a la eficiencia económica y, en el mejor de los casos, son minimizados. Para las cargas personales, tales como los padres ancianos y los niños que escapan el aborto, la mercantilización de todo provee respuestas: los centros de cuidado infantil al comienzo de la vida y los geriátricos para el final.

El orden económico nacionalista de los chauvinistas puede dar reconocimiento a una versión disminuida de los valores familiares, pero principalmente como parte de una elaborada máquina socio-política para potenciar la seguridad nacional. En la práctica, bajo el régimen nacionalista, la mayoría de las familias son liberadas de las cargas de la propiedad de modo que puedan servir mejor a las instituciones de supervivencia y orden: las corporaciones monopolísticas que proveen bienes necesarios fabricados y construyen elaboradas autopistas así como aeronaves, tanques y otros mecanismos de “defensa”.

Ligado al nacionalismo económico está el Estado de bienestar y sus bonos de alimentos, seguros sociales, alquileres subsidiados, etc. La mayoría de las personas y las familias conservan, en el mejor de los casos, sólo sus modestos ahorros y poseen poco de valor perdurable. Sin embargo, podrían tener derechos sobre las chucherías del orden industrial: teléfonos celulares, televisiones de pantalla amplia y vehículos utilitarios deportivos.

La antropología del Distributismo cristiano, en su nivel más profundo, llega hasta la ética aristotélica, ubicando al individuo dentro de una telaraña de relaciones humanas naturales: el matrimonio, los hijos, la familia, los amigos y los vecinos. La identidad de cada persona está delimitada por estos vínculos. Las entidades políticas más grandes que las aldeas y los vecindarios son mejor vistas como agregados de comunidades intensivas y naturales para fines limitados tales como la defensa mutua.

Las cosmovisiones económicas de cada sistema competidor también difieren. El capitalismo laissez-faire presenta una energía sin fin y sin descanso. Como un niño pequeño, no puede dejar nada sin tocar. Cada interacción humana que toca debe ser transformada en una mercancía. Todo, incluyendo los embriones, está a la venta. El sistema laissez-faire se difunde alrededor del globo, absorbiendo a las comunidades más tradicionales en una matriz voraz, hasta que la última de las tribus amazónicas inmaculada sucumba a las camisetas y las zapatillas. Nada dura.

El orden económico nacionalista, por otro lado, evoluciona hacia la economía de un Estado de seguridad. Favorece la economía de guerra, con enemigos que nunca desaparecen: el comunismo soviético durante cuarenta años, el “putinismo” hoy. El Estado económico nacionalista hace gastos masivos en portaaviones, aviones espías, bombas nucleares y nuevas tecnologías para militarizar el espacio exterior. Docenas de “agencias de inteligencia” traman amenazas, tales como inexistentes armas iraquíes de destrucción masiva, con el fin de desatar la guerra permanente para lograr la paz permanente.

Como hemos visto, incluso el débil virus Covid-19 puede provocar la guerra económica nacionalista, con el mismo resultado: entidades masivas como Amazon y Walmart multiplican su tamaña mientras que los negocios de escala familiar son destruidos. A través de llamadas al servicio nacional obligatorio y presupuestos ocultos del control democrático, este sistema puede pasar fácilmente a un fascismo mezquino.

La respuesta distributista cristiana a las grandes corrupciones e inequidades que enfrentan las personas dentro del orden industrial moderno es la propiedad privada. Como explicó el Papa León XIII en su encíclica de 1891 sobre la economía humana, Rerum Novarum, sólo cuando los trabajadores puedan anticipar ganar una porción de la tierra podrá tenderse un puente sobre el golfo entre la vasta riqueza y la absoluta pobreza. El Distributismo cristiano favorece la economía hogareña, una medida real de autosuficiencia y la cooperación con la familia y los vecinos.

Los críticos del Distributismo cristiano comúnmente critican su falta de especificidad. En realidad, los importantes arquitectos de esta forma de vida han sido muy claro acerca de las políticas que deberían perseguirse. Los distributistas ingleses como Hilaire Belloc y G. K. Chesterton, que escribieron en la primera parte del último siglo, exigían todo lo siguiente:
  • La ruptura de los monopolios, el apoyo de una extendida participación en las ganancias y la transferencia de la propiedad a corporaciones de trabajadores; 
  • La redistribución de la tierra agrícola y otros recursos naturales, la imposición de los contratos de transferencia desalentando la venta de pequeñas propiedades a los grandes propietarios y el aliento de la división de grandes propiedades para la venta a las familias;
  • El enjuiciamiento de los capitalistas fraudulentos, tales como los financistas detrás de la crisis económica de 2008;
  • El aliento de la autosuficiencia sana, mediante el deshecho de reglas urbanas zonales que prohíben las cercas, la cría de gallinas, los huertos de verduras y los pequeños comercios;
  • La descentralización de la industria, el abaratamiento de la electricidad y la expansión de las redes de energía, lo que Chesterton dijo “podría llevar a muchos pequeños talleres”;
  • El aliento de una agricultura sana a campo y de escala familiar, que Belloc dijo “debe ser privilegiada contra la enfermedad social a su alrededor” en términos de crédito e impuestos;
  • La restauración de los pequeños comercios y el uso de impuestos diferenciales contra los minoristas gigantes.

Los críticos replican que el régimen distributista es foráneo a los Estados Unidos. Ésta, argumentan, ha sido siempre la tierra del individuo fuerte, el millonario hecho a sí mismo y el líder corporativo estrafalario: el hogar natural del gran capitalista, no del campesino o del zapatero.

El sistema económico dominante en los Estados Unidos hasta bien adentrado el siglo XIX era, sin embargo, de carácter distributista. Los estadounidenses de 1776 mayoritariamente levantaron sus vidas económicas alrededor de la familia y del hogar. Como proto distributista, la generación fundacional de estadounidenses tenían una preocupación primordial: la tierra, especialmente la preservación de la tenencia familiar en el futuro. Su apego al suelo no era una aventura especulativa, sino por el contrario el fundamento necesario de hogares piadosos, lo que un observador llamó “el uso de la tierra centrado en el niño”. La agricultura de subsistencia era la norma: menos del 20% de las granjas producía bienes para vender en el mercado.

Las actitudes religiosas combinadas con la economía práctica de la pequeña granja aseguraba que la descendencia fuese una bendición, más que una maldición. Los niños llegaban a sus padres como activos, nuevos trabajadores para la empresa familiar y fuentes de seguridad y cuidados para los padres ancianos. Como el historiador James Henretta notó, los padres de la economía premoderna criaban a sus hijos para “sucederlos”, no para tener “éxito”. El tamaño promedio de la familia estaba cerca de los nueve hijos por pareja, un guarismo casi sin precedentes en la historia demográfica global. La población de la nueva nación se duplicaba cada veinticinco años. Hoy, las tasas de natalidad están bastante por debajo de los niveles de reemplazo.

Entonces, ¿qué pasó? Brevemente, el viejo ideal agrario de los Estados Unidos asociado con Thomas Jefferson se entregó, de acuerdo con el historiador Herbert Agar, al “ambicioso capitalismo hamiltoniano”. Para 1900, este cambio había generado a los plutócratas industriales de la Edad Dorada, junto a una “masa de esclavos asalariados sin propiedades” en las ciudades y un número creciente de arrendatarios y aparceros —en vez de propietarios— en el campo. Agar concluía que la democracia estadounidense se había convertido para 1930 en “una pantalla opaca para la plutocracia”, con el capitalismo práctico convertido en “la negación de la propiedad privada”.

Como respuesta a esto, Agar se unió al ruralista sureño Allen Tate para producir en 1936 el volumen ¿Quiénes son los dueños de los Estados Unidos? Una nueva Declaración de Independencia. Un año después, colaboró con los neoyorkinos Ralph Borsodi y Chauncey Stillman para lanzar la publicación mensual, Free America: A Magazine to Promote Independence.

Las políticas abogadas por los autores en Free America se hacían eco de las de Chesterton y Belloc, aunque con un fuerte acento estadounidense. Incluían leyes que asistieran a los arrendatarios de granjas para convertirse en propietarios; que prohibieran la propiedad societaria de la tierra agrícola; que pusieran fin al tratamiento favorecido a las sociedades como “personas” bajo la constitución federal; que dieran significativo apoyo financiero a la vivienda familiar en terrenos aptos para la producción hogareña; que proveyeran aliento legal a las cooperativas de producción y de consumo; que expandieran las redes eléctricas en las áreas rurales para crear una fuente energética adecuada para las pequeñas granjas y los talleres; y que promovieran la comida local producida en granjas orgánicas y biodinámicas.

Desgraciadamente, la tempestad centralizadora de la Segunda Guerra Mundial abrumó a esta revista de cruzados descentralizadores, que dejó de publicarse en 1947. Las demandas de tiempo de guerra habían bruscamente aumentado la presión consolidadora agrícola. “Crece o sal de en medio” se convirtió en la política federal hacia los granjeros en la década de 1950, llevando a la casi extinción de la agricultura de escala familiar y la despoblación de los Estados Unidos rurales. Los suburbios estadounidenses se hincharon en tamaño —un desarrollo con frecuencia celebrado por los nacionalistas económicos— pero tales casas fueron típicamente construidas en lotes demasiado pequeños para el uso productivo agrícola. Rescatado por la guerra y el consecuente imperialismo, el capitalismo financiero ganó nuevo lustre y control político en el hinchado Estado de bienestar. Apelaciones a “lo pequeño” o “lo humano” hoy parecen anticuadas, incluso absurdas.

Esta economía nacionalista pronto comenzó a resquebrajarse, sin embargo. La tentación de reabrir las fronteras estadounidenses y conseguir trabajo barato, era irresistible y fue lograda en 1965 con la ley de Inmigración y Nacionalidad. La Guerra de Vietnam reveló las corrupciones del Estado de seguridad nacional y terminó en una derrota sangrienta y costosa.

Comenzando a mediados de los ’70, los Estados Unidos, Gran Bretaña y otras naciones-estado pretendieron fusionar las economías nacionalista y laissez-faire: fue llamado “nuevo liberalismo”. En el camino, el gobierno estadounidense se embarcó en una serie de guerras imposibles en Medio Oriente para sostener el Estado de seguridad. El gran shock vino en 2008 cuando la corrupción financiera casi destruyó el orden económico.

Y ahora, el asunto del Covid-19 ha traído un colapso sorprendente, aunque inevitable, del sistema globalizado neoliberal. Reveladoramente, la respuesta en casi todos los países industriales ha sido un masivo y necesario retorno a un Distributismo de facto: trabajar desde casa, la educación familiar, la jardinería hogareña, la cocina casera, las gallinas del fondo, la recreación en la familia, la oración en el hogar, etc.

Este episodio curioso, sin embargo, ha subrayado una gran verdad: el Distributismo es el orden económico humano natural, uno que tiene raíces en los viejos Estados Unidos y que merece el reconocimiento cultural y político.


*Allan C. Carlson fue presidente del Rockford Institute entre 1986 y 1997, y presidente del Howard Center desde 1998 hasta su retiro en 2015.

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