James Rebanks*
Páginas de
Opinión, The New York Times, 1º de marzo de 2017.
Matterdale (Inglaterra) – Soy un pequeño granjero tradicional en el norte
de Inglaterra. Crío ovejas en una región montañosa, en las colinas Fells del
Distrito de los Lagos. Es un sistema agropecuario que data de al menos 4500
años. Una supervivencia subrayable. Mi majada pace en una montaña junto a otras
diez majadas, mediante un antiguo sistema comunal de pastos que de alguna
manera ha sobrevivido los últimos dos siglos de cambios. Wordsworth lo llamó la
“república perfecta de pastores”.
No es el agronegocio moderno y eficiente. Mi granja lucha por hacer el
suficiente dinero para mi familia pueda vivir de ello, incluso con 900 ovejas. El
precio de mis corderos está gobernado por la oferta de corderos importados
desde la otra punta del mundo. Por lo que tengo un pie en algo antiguo y otro
en la economía global del siglo XXI.
Menos de 3% de la gente en las economías industriales modernas son
granjeros. Pero alrededor del mundo, no estoy solo: las Naciones Unidas estiman
que hay más de dos mil millones de granjeros, la mayoría de ellos pequeños
productores; esto es aproximadamente una de cada tres personas en el planeta.
La falta de rentabilidad de mi granja tal vez no debería preocupar a nadie
más. Soy adulto y he elegido este tipo de vida. Lo elijo porque todos mis
antepasados lo hicieron y porque lo amo, aunque a los demás les pueda parecer
condenado.
La granja es donde yo vivo y no existe de hecho ninguna otra forma de
operar mi tierra, razón por la cual no ha cambiado mucho en el último milenio o
quizá más. En verdad, podría aceptar los cambios alrededor filosóficamente,
incluyendo la desaparición de granjas como la mía, si los resultados fuesen un
mundo y una sociedad mejores. Pero el mundo que veo evolucionar frente a mis
ojos no es mejor, es peor. Mucho peor.
En la semana anterior a que en los Estados Unidos fuese electo Donald J.
Trump a la presidencia, viajé por Kentucky, a través de interminables millas de
granjas y pueblos pequeños. Fue mi primera visita a los Estados Unidos, para
presentar mi libro. Me chocaron las señales de decadencia que vi de la
Norteamérica rural.
Vi desordenadas casas de madera pudriéndose junto al camino y cercas
blancas arrancadas por los vientos. Pasé por comercios clausurados en los
centros de los pequeños pueblos, graneros derribados y granjas abandonadas. Las
carteleras de las iglesias estaban llenas de ofrecimientos de ayuda para
drogadictos y alcohólicos. Y sí, frecuentemente pasaba junto a automóviles con
calcomanías de Trump en sus paragolpes y casas con banderas de apoyo a Trump en
sus jardines.
La angustia económica y el apoyo a Trump no están desconectados, por
supuesto. Áreas significativas de la Norteamérica rural están quebradas, en
estado económico terminal, a medida que la producción de alimentos se traslada
a algún otro lugar donde supuestamente se hace de manera más eficiente. En muchas
áreas, nada reemplazó a las viejas industrias. Éste es un ciclo de degeneración
que pone a millones de personas del lado equivocado de la historia económica.
Los economistas dicen que cuando el mundo cambia la gente se adaptará, se
mudará y cambiará para encajar en este mundo nuevo. Pero por supuesto, los seres
humanos reales con frecuencia no hacen eso. Se aferran a los lugares que aman y
su identidad permanece atada a las cosas viejas e ineficientes que solían
hacer, como ser obreros metalúrgicos o granjeros. A menudo, sus experiencias no
son transferibles de ninguna forma y no tienen ningún interés en las nuevas
oportunidades. Entonces esta gente queda atrás.
Me pregunto a mí mismo qué haría si no produjese ovejas o si no pudiese
seguir criando ovejas. No tengo idea.
Tal vez no debería meterme en cómo los norteamericanos conducen sus
negocios y lo que piensan sobre la economía. Sin duda debería volver a mi casa
en las montañas aquí en Cumbria y cerrar la boca. Pero durante mi vida entera,
mi propio país ha aceptado sin chistar el modelo norteamericano agropecuario y
de comercialización de alimentos, mayormente pensando que era el camino del
progreso y del curso natural del desarrollo económico. Como resultado, el
futuro norteamericano es, por defecto, el nuestro.
Es un futuro en el cual la producción agropecuaria y de comida ha cambiado
y está cambiando radicalmente—según creo, para peor. Por lo tanto veo el futuro
con una mirada escéptica. Todos nos hemos convertido en tan consumidores de
baratijas que damos por sentado los bajos precios de la comida y, de alguna
manera, no podemos ver la conexión entre estos precios de baratija que pagamos
con la incapacidad de nuestros hijos para conseguir un trabajo con sentido a un
salario decente.
Nuestra demanda de comida barata está matando el “sueño americano” de
millones de personas. Entre sus efectos colaterales, está creando terribles
problemas de salud como la obesidad y las infecciones resistentes a los
antibióticos, y está destruyendo los hábitats de los cuales depende la vida
salvaje. También concentra vastas riquezas y poder en cada vez menos manos.
Tras mi viaje a la Norteamérica rural, regresé a mis ovejas y a mi vida
extrañamente arcaica. Estoy rodeado de belleza, de una comunidad y de una
manera vieja de hacer las cosas que ha funcionado bastante bien durante
muchísimo tiempo. He regresado a casa convencido de que es tiempo de pensar con
cuidado, tanto dentro como fuera de los EE.UU., acerca de la comida y la
producción agropecuaria, y sobre qué clase de sistema deseamos.
El futuro que nos han vendido no funciona. Aplicar los principios de la
fábrica al mundo natural no funciona. Una granja es más que una empresa. La comida
es más que un commodity. La tierra es más que un recurso mineral.
A pesar del creciente tamaño del problema, ningún político importante
durante décadas se ha ocupado con seriedad del problema rural o de la
alimentación. Con la campaña presidencial terminada y con una presidente en la
Casa Blanca a quien los kentuckianos rurales ayudaron a elegir, el nuevo
establishment político debería comenzar a pensar en esto cuidadosamente.
De repente, la Norteamérica rural importa. Importa para todo el mundo.
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Edificio abandonado en Owsley County, Kentucky. [Mario Tama/Getty Images] |
*James Rebanks es el autor del libro de
memorias “The Shepherd’s Life: Modern Dispatches From an Ancient Landscape”.
[https://www.nytimes.com/2017/03/01/opinion/an-english-sheep-farmers-view-of-rural-america.html?_r=0]
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