Por David Gibson, Religion News Service, The Washington Post, 17 de octubre de
2012.
(Nueva York)
¿Puede un teólogo anglicano de Gran Bretaña revivir una teoría de justicia
social católica de hace 80 años y dar solución a los problemas económicos y a
la polarización política de los Estados Unidos?
Phillip Blond [foto],
filósofo y pensador político, piensa que sí, y está empeñando en ello todo lo
que tiene.
Blond, que ha
sido asesor del primer ministro británico David Cameron, acaba de finalizar una
gira de dos semanas por los Estados Unidos para publicitar su versión renovada
del “distributismo”, una teoría que argumenta que el capitalismo y el gobierno
están fuera de control.
En ese sentido,
para los que así piensan, tanto los indignados de Wall Street como el Tea Party
están en lo cierto.
“Lo que estamos
generando en nuestra sociedad es un nuevo modelo de servidumbre”, declaró Blond
el viernes (14 de octubre) en una conferencia que dio en la Universidad de
Nueva York. “La retórica del libre mercado no ha producido mercados libres; ha
producido mercados cerrados”, y el “capital social” de la nación está en
decadencia, dejando detrás individuos aislados y familias fracturadas que deben
depender de Washington para sobrevivir.
Con una tormenta
de cuadros, Blond demostró gráficamente el quiebre de las normas sociales y de
la unidad familiar —y el crecimiento del gobierno que debe encargarse de estos
males— así como el mayor dominio de las corporaciones y los ricos en la economía
actual.
Es el resultado
de la “oscilación entre el colectivismo extremo y el individualismo extremo”,
dice Blond. Ambas son manifestaciones del mismo impulso: la concentración del
poder, primero en el Estado y luego también en los mercados. Y las “ortodoxias”
liberal y conservadora han conducido al mismo resultado destructor de la
sociedad.
O, como dijo en
forma cortante, el liberalismo, tanto de izquierda como de derecha, “produjo
una economía donde la gente piensa que puede aprovecharse del vecino y que
todos se harán ricos”.
“Los indignados
de Wall Street y el Tea Party son esencialmente expresiones diferentes de un
mismo fenómeno”, dijo Blond. Ambos están enojados con la concentración del
poder, pero los dos se encuentran en terreno pedregoso cuando exigen salvación a
los dioses del mercado o a los del gobierno.
El distributismo,
argumenta Blond, llama a una búsqueda más pequeña y local de soluciones (música
para el oído de los conservadores clásicos), al mismo tiempo que deja al
gobierno central ocuparse de construir la infraestructura y garantizar lo básico
como la educación y el cuidado de la salud (ideas que enternecen a cualquier
corazón herido).
Pocos saben que
Blond ha adoptado la etiqueta de “conservador rojo”, o, lo que los americanos
llamarían “derechista rojo” o, tal vez, “socialista del Tea Party”.
De hecho, el
distributismo siempre ha sido algo extraño.
La idea se originó
en Inglaterra en la década de 1920 con escritores profundamente católicos como
G. K. Chesterton y Hilaire Belloc, que fundaron la Liga Distributista católica
para desarrollar las teorías inspiradas en la encíclica Rerum Novarum de 1891 de León XIII sobre la justicia social y que
desafiaba las problemas emergentes de la era industrial.
La preocupación
por la enorme y deshumanizante fuerza del capitalismo y el comunismo ganó algo
de peso en la Gran Depresión. Sin embargo, los que abogaban por esta teoría
eran tenidos por excéntricos o directamente maniáticos, y fueron criticados
como diletantes que “conducían sus automóviles para venir a discutir la abolición
de las máquinas”.
Chesterton y
Belloc convencía más como escritores que como economistas, y aunque su llamado
a proteger a los pequeños comercios más que a las grandes cadenas podía sonar
lindo, no tenían mucho que ofrecer en términos de soluciones reales.
Con el
crecimiento impresionante de la economía posterior a la Segunda Guerra Mundial,
dominada por las superpotencias y los mercados financieros globalizados, el
distributismo se convirtió en una nota al pie y, en el peor de los casos, en el
equivalente intelectual de los “aplanadores” —neo-medievalistas que propician
una economía que se asemejara a la Tierra Media de J. R. R. Tolkien—.
Hasta hace muy
pocos años esta teoría no hubiese obtenido demasiada atención.
Pero ahora, el
distributismo se ha convertido quizá en la idea más intrigante de las que
emergieron de las ruinas del colapso económico del siglo XXI, en no menor
medida por el potencial que tiene de tender puentes entre los polos ideológicos
que dominan el panorama político en los Estados Unidos.
Blond fue bien
ponderado por David Brooks, columnista conservador de The New York Times, y por Adrianna Huffington, magnate izquierdista
de los medios, y se encontró con políticos de ambos partidos durante su gira
estadounidense. Fue invitado a hablar en la Universidad Católica en Washington
por Stephen F. Schneck, el politólogo asesor de Obama, y en Nueva York fue
incluido en una reunión a puertas cerradas con Philip K. Howard, el apóstol de
las políticas públicas “de bien común” y ex asesor de Al Gore.
¿Pero puede el
distributismo encontrar una audiencia dispuesta al cambio radical si apela a
los defectos de ambos extremos pero niega sus remedios?
Blond es, sin
complejos, un conservador con “c” minúscula. Sus teorías se inspiran en ideales
religiosos, pero habla abiertamente de la centralidad de la renovación moral
para restaurar la sociedad. Eso lo hace sospechoso para muchos en la izquierda.
Pero existe también una vigorosa oposición desde la derecha a las críticas de
Blond a los dogmas del libre mercado, sin mencionar su apertura al papel clave
del gobierno en muchos sectores.
Dice Blond, por
ejemplo, que se vio impresionado por la “sorprendentemente pobre”
infraestructura urbana y de transportes que encontró al montar un tren desde
Washington hasta Nueva York.
La infraestructura
cultural y política estadounidense no es mejor, dijo Blond. Si los
estadounidenses no llaman a una tregua en sus guerras culturales y terminan la “parálisis
política endémica” que es causada por un sistema de controles y contrapesos,
pero no por consensos, va a ser difícil lograr cualquier progreso.
Los norteamericanos,
dijo, tienen que sentarse y decidir qué quieren ser como nación —y ésa es una
respuesta de largo plazo que puede ser difícil de alcanzar en medio de esta
crisis de corto plazo—.
“Es muy difícil
ver alrededor de qué se pueden sentar los estadounidenses”, dijo al Religion
News Service. “Se necesita una nueva cultura, o una nueva ‘comunalidad’
alrededor de la cual uno pueda asociarse y crear.”
“Y el problema es
que no lo tienen porque están metidos en una guerra cultural. Y una vez que uno
tiene una guerra cultural, lo que uno tiene es una sociedad fragmentada… lo que
quiere decir que se ha convertido en una sociedad que no puede resolver
problemas. Lo que es preocupante.”
FUENTE, vía Distributist Review.
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