Foto: Ditchling en la década de 1920

jueves, 25 de octubre de 2012

El viejo “distributismo” cobra nuevo impulso




Por David Gibson, Religion News Service, The Washington Post, 17 de octubre de 2012.

(Nueva York) ¿Puede un teólogo anglicano de Gran Bretaña revivir una teoría de justicia social católica de hace 80 años y dar solución a los problemas económicos y a la polarización política de los Estados Unidos?

Phillip Blond [foto], filósofo y pensador político, piensa que sí, y está empeñando en ello todo lo que tiene.

Blond, que ha sido asesor del primer ministro británico David Cameron, acaba de finalizar una gira de dos semanas por los Estados Unidos para publicitar su versión renovada del “distributismo”, una teoría que argumenta que el capitalismo y el gobierno están fuera de control.

En ese sentido, para los que así piensan, tanto los indignados de Wall Street como el Tea Party están en lo cierto.

“Lo que estamos generando en nuestra sociedad es un nuevo modelo de servidumbre”, declaró Blond el viernes (14 de octubre) en una conferencia que dio en la Universidad de Nueva York. “La retórica del libre mercado no ha producido mercados libres; ha producido mercados cerrados”, y el “capital social” de la nación está en decadencia, dejando detrás individuos aislados y familias fracturadas que deben depender de Washington para sobrevivir.

Con una tormenta de cuadros, Blond demostró gráficamente el quiebre de las normas sociales y de la unidad familiar —y el crecimiento del gobierno que debe encargarse de estos males— así como el mayor dominio de las corporaciones y los ricos en la economía actual.

Es el resultado de la “oscilación entre el colectivismo extremo y el individualismo extremo”, dice Blond. Ambas son manifestaciones del mismo impulso: la concentración del poder, primero en el Estado y luego también en los mercados. Y las “ortodoxias” liberal y conservadora han conducido al mismo resultado destructor de la sociedad.

O, como dijo en forma cortante, el liberalismo, tanto de izquierda como de derecha, “produjo una economía donde la gente piensa que puede aprovecharse del vecino y que todos se harán ricos”.

“Los indignados de Wall Street y el Tea Party son esencialmente expresiones diferentes de un mismo fenómeno”, dijo Blond. Ambos están enojados con la concentración del poder, pero los dos se encuentran en terreno pedregoso cuando exigen salvación a los dioses del mercado o a los del gobierno.

El distributismo, argumenta Blond, llama a una búsqueda más pequeña y local de soluciones (música para el oído de los conservadores clásicos), al mismo tiempo que deja al gobierno central ocuparse de construir la infraestructura y garantizar lo básico como la educación y el cuidado de la salud (ideas que enternecen a cualquier corazón herido).

Pocos saben que Blond ha adoptado la etiqueta de “conservador rojo”, o, lo que los americanos llamarían “derechista rojo” o, tal vez, “socialista del Tea Party”.

De hecho, el distributismo siempre ha sido algo extraño.

La idea se originó en Inglaterra en la década de 1920 con escritores profundamente católicos como G. K. Chesterton y Hilaire Belloc, que fundaron la Liga Distributista católica para desarrollar las teorías inspiradas en la encíclica Rerum Novarum de 1891 de León XIII sobre la justicia social y que desafiaba las problemas emergentes de la era industrial.

La preocupación por la enorme y deshumanizante fuerza del capitalismo y el comunismo ganó algo de peso en la Gran Depresión. Sin embargo, los que abogaban por esta teoría eran tenidos por excéntricos o directamente maniáticos, y fueron criticados como diletantes que “conducían sus automóviles para venir a discutir la abolición de las máquinas”.

Chesterton y Belloc convencía más como escritores que como economistas, y aunque su llamado a proteger a los pequeños comercios más que a las grandes cadenas podía sonar lindo, no tenían mucho que ofrecer en términos de soluciones reales.

Con el crecimiento impresionante de la economía posterior a la Segunda Guerra Mundial, dominada por las superpotencias y los mercados financieros globalizados, el distributismo se convirtió en una nota al pie y, en el peor de los casos, en el equivalente intelectual de los “aplanadores” —neo-medievalistas que propician una economía que se asemejara a la Tierra Media de J. R. R. Tolkien—.

Hasta hace muy pocos años esta teoría no hubiese obtenido demasiada atención.

Pero ahora, el distributismo se ha convertido quizá en la idea más intrigante de las que emergieron de las ruinas del colapso económico del siglo XXI, en no menor medida por el potencial que tiene de tender puentes entre los polos ideológicos que dominan el panorama político en los Estados Unidos.

Blond fue bien ponderado por David Brooks, columnista conservador de The New York Times, y por Adrianna Huffington, magnate izquierdista de los medios, y se encontró con políticos de ambos partidos durante su gira estadounidense. Fue invitado a hablar en la Universidad Católica en Washington por Stephen F. Schneck, el politólogo asesor de Obama, y en Nueva York fue incluido en una reunión a puertas cerradas con Philip K. Howard, el apóstol de las políticas públicas “de bien común” y ex asesor de Al Gore.

¿Pero puede el distributismo encontrar una audiencia dispuesta al cambio radical si apela a los defectos de ambos extremos pero niega sus remedios?

Blond es, sin complejos, un conservador con “c” minúscula. Sus teorías se inspiran en ideales religiosos, pero habla abiertamente de la centralidad de la renovación moral para restaurar la sociedad. Eso lo hace sospechoso para muchos en la izquierda. Pero existe también una vigorosa oposición desde la derecha a las críticas de Blond a los dogmas del libre mercado, sin mencionar su apertura al papel clave del gobierno en muchos sectores.

Dice Blond, por ejemplo, que se vio impresionado por la “sorprendentemente pobre” infraestructura urbana y de transportes que encontró al montar un tren desde Washington hasta Nueva York.

La infraestructura cultural y política estadounidense no es mejor, dijo Blond. Si los estadounidenses no llaman a una tregua en sus guerras culturales y terminan la “parálisis política endémica” que es causada por un sistema de controles y contrapesos, pero no por consensos, va a ser difícil lograr cualquier progreso.

Los norteamericanos, dijo, tienen que sentarse y decidir qué quieren ser como nación —y ésa es una respuesta de largo plazo que puede ser difícil de alcanzar en medio de esta crisis de corto plazo—.

“Es muy difícil ver alrededor de qué se pueden sentar los estadounidenses”, dijo al Religion News Service. “Se necesita una nueva cultura, o una nueva ‘comunalidad’ alrededor de la cual uno pueda asociarse y crear.”

“Y el problema es que no lo tienen porque están metidos en una guerra cultural. Y una vez que uno tiene una guerra cultural, lo que uno tiene es una sociedad fragmentada… lo que quiere decir que se ha convertido en una sociedad que no puede resolver problemas. Lo que es preocupante.”



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